jueves, 4 de mayo de 2017

LITTLE NIGHTMARES - ANÁLISIS I





Si el niño teme lo que no es pero puede llegar a ser, esto es, lo que devendrá (y en lo que se transformará) conforme el tiempo deje en él la huella y el lastre de los años, inmediatamente, entonces, nos podemos preguntar ¿cómo o dónde tiene principio el temor que lo subleva a no ser lo que, inevitablemente, será? Lo cual redunda en el hecho de que el niño le teme, ante todo, a crecer, puesto que crecer implica dejar de ser niño, dejar de ser lo que le ponía salvo del acto aberrante (y, por lo tanto, monstruoso) que se reconoce en el adulto, quien transgrede lo que, esencialmente, el niño entendía como incumbencia de la humanidad [1]: comparecerse o igualarse con el dolor del más necesitado para, a continuación, compensarlo.

    Esto es algo que el niño entiende muy pronto porque él se experimenta a sí mismo como un cuerpo violentado por la carencia o por la ausencia del afecto que le ayudaría a construir su propia imagen de la humanidad. En otras palabras, esto es algo que el niño entiende muy pronto porque él mismo se convierte en blanco de la indiferencia que el adulto muestra ante su dolor y ante su necesidad de ser reconocido como un cuerpo incompleto que requiere de la mediación de un modelo que lo defina para enfrentar el enigma del mundo. Sin embargo, tan pronto el niño constata esta carencia y esta ausencia como algo irremediable, descubrirá que la primera intelección o entendimiento del mundo descansará en su mirada o, lo que es lo mismo, en su capacidad de ver y procesar lo que ocurre a su alrededor.
    Pero, es aquí, de hecho, donde se origina esa relación de discordancia entre su mirada de lo humano y la mirada adulta de lo humano, que es la mirada desencantada que le transferirá su primera experiencia de la impiedad. Porque el niño, a diferencia del adulto en el que se mira, es piadoso, pero lo es instintivamente, ya que su fragilidad (la conciencia de tener un cuerpo pequeño, por ejemplo) le induce todo el tiempo a protegerse y a proteger todo aquello que se reconozca en una situación homóloga. De allí que la madre, ante el niño, sea siempre una figura que inspire piedad [2]; lo mismo ocurrirá con los animales domésticos, cuya aparente inocencia [3] se convertirá en un espejo, ya que a partir de lo que ocurra con el animal (y, en particular, con su cuerpo), el niño podrá estimar o calcular lo que puede ocurrir con él y con su integridad o bienestar, en principio, físico.
    Este es el motivo por el que, en LITTLE NIGHTMARES, se intenta grabar para el jugador una experiencia de progresiva adaptación del niño al medio que le propone el adulto o, lo que es lo mismo, al futuro que le espera tras crecer, debido a que esa experiencia de descubrimiento pretende ser, igualmente, formadora para el niño. Lo cual nos lleva a interrogarnos, inmediatamente, sobre cuál es la lección que se le pretende ofrecer al niño a través de esa experiencia de adaptación y, en consecuencia, de educación o formación para el futuro que le aguarda conforme crezca y se abandone su mirada de niño o, para expresarlo con otras palabras, conforme se dé cuenta que sobrevivir en el mundo implica transgredir los valores de esa mirada cargada de ingenuidad.
    LITTLE NIGHTMARES, en este punto, no deja lugar a ninguna ambigüedad pues cimenta, de principio a fin, una experiencia de desencanto, ya que crecer parece emparentarse con negar todo lo que se inculcaba desde la piedad. No de otra manera se explica que la protagonista, al final, sea tan egoísta o desalmada como los adultos a los que sobrevivió.
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[1] La impiedad, en este sentido, es una de las primeras constataciones que el niño realiza sobre la naturaleza de la humanidad y los alcances de su valoración sobre la vida, ya que la impiedad implica la negación del sufrimiento del que adolece, por ejemplo, el más débil, a quien en lugar de ampararse (y allí estaría presente el acto de impiedad), se lo condena desde la indiferencia (o negación de su existencia).
[2] Porque tiene un cuerpo menudo como el niño y porque carece (en términos físicos, claro está) de la misma fuerza que su compañero emocional: el varón adulto que es padre y representación material del límite. Lo que nos sugiere que el padre, ante los ojos del niño, siempre es una figura de autoridad que se mide en términos de poder y, en consecuencia, en términos de violencia.
[3] Si el animal, como señalaba, por ejemplo, MARCO TULIO CICERÓN, es, básicamente, instinto, la construcción de su inocencia descansa en el ojo que ve al animal, lo cual no es lo mismo que atribuirle al animal una inocencia constitutiva para definirlo, puesto que éste actuará siempre guiado por su instinto o necesidad, no por su incomprensión o ignorancia del mundo, que es lo que ocurre con el niño.

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